El 25 de junio de 1982, Alemania y Austria se enfrentaban en Gijón. Con un triunfo alemán por 1-0, ambos clasificaban por diferencia de gol y dejaban afuera a una Argelia que con un empate accedía. A los 10 minutos llegó el gol de Hrubesch... y el resto fue una exhibición de pasividad: pase entre defensores, cero intensidad, ni un intento serio de ataque. El estadio explotó: se escucharon cantos de “¡Tongo!” y los hinchas comenzaron a mostrar billetes, en señal de protesta por el pacto vergonzoso. Este episodio, conocido como “la desgracia de Gijón”, no fue un simple bochorno histórico: sacudió los cimientos de la FIFA. La consecuencia fue inmediata y decisiva: a partir del Mundial siguiente, los últimos partidos de cada zona se empezaron a jugar *al mismo horario*, para evitar especulaciones y prevenir este tipo de acuerdos abiertos. Y esa regla persiste hoy en el Mundial de Clubes, donde los juegos decisivos se disputan simultáneamente para garantizar transparencia. Es que puede darse que un resultado beneficie a dos rivales independientemente del otro partido. Por ejemplo en este Mundial de Clubes, si Bayern Múnich y Benfica empatasen, clasificarían ambos y dejarían sin chances a Boca, o un 2-2 entre Inter e River metería a ambos en octavos. Este fenómeno de antaño ya no es parte del fútbol moderno: las sospechas de amaños se erradican con calendarios sincronizados, pero quedaron marcadas como cicatrices del pasado. Justicia futbolera se escribe con horarios unificados… y memoria.